Hace poco más de un año inicié un ejercicio personalísimo: cada mañana, sacar una carta del tarot que sirva a la vez como punto de inflexión del día por venir y como ejercicio de escritura. El tarot es, finalmente, una máquina narrativa; la narrativa es, finalmente, un artefacto para resanar la mente. Al principio fue un ejercicio solo para mí: una suerte de diario de ejercicios (que no necesariamente hacía: funcionaron más como encomiendas para el futuro), que después empecé a compartir con pocas personas por correo, a manera de newsletter. El 2021 promedió y le salieron curvas y montes que superar, y tuve que suspender esta rutina, que me hacía más bien de lo que yo en aquel momento veía. Me mudé de ciudad, me cambié formalmente de carrera y ahora, que todo sigue siendo un poco raro, retomo este ejercicio diario. Sigue siendo personalísimo: hago envíos diarios solo a quienes se anotan al newsletter. Pero iré compartiendo acá un ejercicio a la semana, para quien quiera utilizar estas lecturas de cartas para escribir.
Mira cómo lleva la espada: con las dos manos, como si el mundo fuera incapaz de escalones disparejos. Peor: salta de a dos los peldaños, lleva una capa que carga tropiezos y los zapatos: criatura, esos zapatos se ven resbalosos (¿les raspaste ya la suela? Así como los dan en la tienda parecen que quieren matarlo a uno), y el tacón tan estorboso y ya de paso esos pantalones bombachos que se hacen bolas y el sombrero que en cualquier momento le tapa la cara y bueno… Este muchacho es todo lo que tu mamá y la mía nos dijeron no hacer: no-corras-con-el-lápiz-en-la-mano-niño-no-con-la-paleta-no-chamaco-a-ver-si-vas-a-estar-corriendo-deja-eso-aquí-no-seas-baboso-te-vas-a-lastimar. Etcétera.
Decía Jung del arquetipo del héroe: el héroe tiene que ser un poco idiota. Dirían las mamás: el héroe es ese mítico amiguito que se avienta de la azotea detrás del cual vamos todxs si nos invitan. El que se lanza a los madrazos con el minotauro nomás con un hilito en la mano, el que no le tiene miedo a acercarse al sol. ¿Qué les habrán dicho a Teseo y a Ícaro sus mamás? “Chamaco pendejo, m-i-l-v-e-c-e-s-t-e-d-i-j-e que con esa muchachita no”; “Ay mijito, te estoy dice y dice que el sol quema, qué terco eres”.
Asusta acercarse a esta edad en la que esa voz, la voz que nos chamaco-pendejea todo el día, se vuelve persistente; la edad en la que no necesitamos a una mamá que nos diga qué no hacer porque nosotrxs mismxs tenemos ya integrados el tamaño de los peldaños, la cercanía del sol, el azar del mundo. Nos decimos que ya no estamos en edad de pelear con la bestia o desafiar a los dioses; quizá nos hemos vuelto más de otra clase de heroísmo: acaso el de la planta que crece en la penumbra, el del perro que cuida el sueño del ímpetu.
El ejercicio de hoy: imagina que vas corriendo tras este personaje que lleva la espada a dos manos y salta peldaños a lo pendejo. Van juntxs hacia arriba: ¿hacia dónde? ¿A hacer qué? ¿Por qué la prisa? Escribe los sucesos que lxs llevaron a este momento: ¿quién buscó a quién? ¿Para qué? Si él pone la velocidad y la valentía, ¿tú qué pones? ¿Qué es lo que les toca hacer juntxs, a ti y a este héroe que no escucha la voz que le dice que no?