Hace algunas semanas renuncié a un empleo estable en una agencia próspera y feliz, trabajando para un cliente próspero y feliz.
Llevo todos estos días queriendo contar el proceso que ha venido después, sin mucho éxito. He reconstruido este texto una y otra vez, y no sé si esta vez lograré algo digno. En todas las versiones he sabido que lo que diga está condenado al fracaso. Ahora también lo sé, así que lo advierto de una vez: este texto no debería considerarse una versión final de nada.
Renuncié en plena pandemia, para sorpresa de casi todos. “¡La angustia se te va a ir a las nubes!”. Y sí: antes de atreverme a renunciar, pasé muchas noches sin dormir, primero convenciéndome de no hacerlo (“esto es una etapa, Ruy; estás estresado, estás encerrado, necesitas medicinas psiquiatras hongos: esto también pasará”), y después diciéndome de frente que, en realidad, esta decisión abrupta llevaba mucho tiempo fermentándome en el pecho. Cuánto tiempo, soy incapaz de decirlo: le invertí tanto a construir la angustia, que olvidé ver cómo iba la obra en otros terrenos.
Por fin, luego de semanas de buscar la mejor manera, resolví que aquello no podía seguir. Estaba al teléfono con Amanda, hablando de otra cosa, pero realmente queriendo hablar de irme; de dejar esa chamba para hacer otra cosa; de serme fiel porque llevo ya quién sabe cuántos meses poniéndome el cuerno con mi propio insomnio.
— Muy bien. ¿Tenemos otros temas?
— Sí, Amanda. No. Sí, bueno: más o menos. Mira. Yo sé que esto no te va a gustar, pero quiero que por favor planeemos ya mi salida de la agencia. No me siento bien. No sé qué estoy haciendo. No sé cómo estoy haciendo las cosas. Por eso quiero planear mi salida. Si no tienes inconveniente, claro. Pero me gustaría sí planearla. Por favor.
Amanda soltó un suspiro larguísimo, que pareció llegar a las plantas de mi casa, repentinamente agitadas por un aire. Y luego me preguntó mil cosas. Más cosas de las que nunca nadie me había preguntado. Cosas que respondí, no sé si bien o mal. Y al final me dijo lo que terminó de convencerme:
— Vamos a darte capacitación. Vamos a buscarte apoyo y a entrenarte para ser un gran líder. Creo que lo que estás pasando, Ruy, son growing pains.
El aire que le pegaba a mis plantas sopló más fuerte, y se me coló por la boca abierta y muda, hasta la columna vertebral. Por un momento imaginé eso: meses de capacitaciones, de cursos online con gurús del marketing, workshops sobre liderazgo, sesiones one-on-one con personajes de altísimo éxito. Éxito así, sin adjetivos ni matices: con mayúscula tónica.
Ahora puedo ver a Amanda del otro lado de la línea, a la vez preocupada por mi repentina ¿renuncia?, y a la vez siendo la mamá judía que ha sido siempre, cruzando los dedos. La imagino recordando en ese momento tres años de trabajo juntos: propuestas, proyectos, estrategias, juntas, premios: Éxitos.
Pero ese día yo no pensaba en eso (quizá no me habría atrevido a seguir), sino en los gurús y en las capacitaciones, en las muchas vigas de angustia que se necesitan para sostener un Éxito del tamaño que esos cursos y workshops prometen.
Inhalé todo el aire, todo el aire del cuarto y del mundo, y luego exhalé. Y respondí algo que, a la fecha, no sé bien de dónde salió:
— Cuando los growing pains no son para grow, sólo son pains. Yo lo que quiero no es ser director de una agencia. Yo lo que quiero es ser escritor.
Pasaron muchas semanas de pláticas, de planeación, de negociaciones. Semanas como nieve, primero blandas, silenciosas, pero pronto escandalosas, intempestivas: fechas de entrega apretadas, firmas de renuncias, revisiones de contratos, limpiezas de computadora, despedidas. Pasé todos los regaderazos de esos meses planeando lo que diría frente a la agencia en mi último día. Y finalmente llegó ese último día. Y lo dije todo, incompleto y mal. Por fin salí de la junta final: había renunciado de la agencia. Y todo fue silencio.
“Yo lo que quiero es ser escritor”. ¿Qué significa exactamente eso? Sentado en mi casa, en pantuflas y pants, en repentino silencio, no lo tuve tan claro. Es cierto: durante muchos meses trabajando en la agencia no tuve un solo segundo de paz para escribir una sola palabra que fuera mía. Mi cuenta de lecturas no es más alentadora: en el transcurso de un año no alcanzo los cinco libros terminados. No era, en esas últimas semanas como espécimen de exhibición en el fascinante zoológico laboral, el tipo de ave que quiero ser.
Odio la metáfora que acabo de escribir. Es una de las muchísimas frases que me han salido chuecas estos días. Frases que, en la salvaje sabana de las letras auténticas, quizá no lograrían escapar de los predadores.
Ese primer día de independencia, y todavía hoy, me cuesta trabajo articular frases que no estén hechas para satisfacer a la parte más alta de la cadena alimenticia del marketing, vistosas y brillantes, pero estériles. Incluso esta frase, esta misma que acabo de escribir, es un alebrije descompuesto, un experimento científico que salió mal: las palabras no viven en una cadena alimenticia. ¿O sí? No lo sé. Veamos: puedo escribir los slogans más tristes esta noche; decir, por ejemplo: “esta no es una tablet, es una comida con la abuela”; o decir: “el color de labios más bonito es la sonrisa”. Las palabras son sin duda animales: las palabras son capaces de defecar.
La primera versión de este texto que ahora lees estaba plagada de frases como esas, pero en tono más personal. Ya desinfecté, pero todavía hay cadáveres: la mente no es una chamba de la que se pueda renunciar. Aquel día, sentado sobre mis primeros minutos de silencio en meses, lo vislumbré: ser escritor significaría desmantelar la mente que me había construido durante tres años: un edificio con sótanos retacados de exceles, penthouses habitados por powerpoints (con sus respectivas herramientas de storytelling para el éxito), familias de palabras en inglés viviendo sin pagar la mínima renta semántica que todo vocablo debería saldar puntualmente cada mes en el cerebro.
Ahí está: otra metáfora malformada. Otro piso para ese complejo habitacional bilingüe que ha ocupado el terreno de mi mente durante todos estos meses.
Yo lo que quiero ser es escritor, pero primero debo probarme un albañil capaz.
Demoler: ¿qué toca demoler exactamente? Las mentes son edificios, sí, pero por desgracia (¿por fortuna?) no de materiales que puedan sacarse como cascajo: “se vende materia gris recién sacada del trauma en turno”. No.
Pasé mis primeras semanas de independencia laboral tratando de tramar mi nuevo camino mental. Como muchos oficinistas del mundo, una de las cosas que he detestado de todos mis trabajos es ir a la oficina en un horario fijo, donde “fijo” significa: al mismo tiempo que los millones de primates, superiores y no, que habitan esta ciudad. Y sí, odié el traslado, los tráficos, las multitudes, pero sobre todo he odiado siempre esto: cuando uno entra a la oficina, la oficina también entra a uno, y así como uno construye sobre el escritorio un nichito personal con adornos baladíes (qué extraño poner una palabra como “baladíes” sobre el escritorio donde se revisan facturas), la oficina va construyendo un anexo dentro de cada oficinista. Mentes que empiezan a hacerse de baños apestosos, comedores mediocres, cuartitos del café, salas de juntas siempre apartadas por dos equipos a la vez. Los medievales pensaban que dentro de cada cráneo humano habita un hombrecito pequeño, un homúnculo, que conduce a nuestros cuerpos como inmensas máquinas; nuestro siglo ha hecho de nuestras bóvedas craneales extensiones de edificio siempre mal ubicados, con su mismo reglamento y sus idénticas burocracias, para que ese homúnculo se quede a ras de nómina.
Lo devastador de ser oficinista es volverse cimiento para un edificio ajeno.
Pero en la vida real no todo es permisos y contratos. Cada frase que uno escribe es un gusano eléctrico que corrió por el cerebro, de una neurona a otra, y que le ganó a otras frases: pensar es un acto evolutivo. Cada frase que pensamos con éxito es un animal que se ganó el ecosistema de nuestra mente. Eso sucede cuando vivimos (cuando pensamos) en estado salvaje: la mente se construye como un coral con redes simbióticas, coloridas ideas que conviven con morbosos pepinos de mar, brillos hermosos y conciertos vespertinos y apareamientos nocturnos, naturaleza a veces cruel o déspota o ridícula.
Una disculpa: le recuerdo a la audiencia que estamos en reconstrucción. De esta parte quedémonos con esto: el estado darwiniano de la mente no va solamente de 9 a 6.
Desde que renuncié, me cuesta trabajo leer por más de 15 ó 20 minutos sin mirar el celular: en medio de la selva que ulula en mi cabeza está instalada una antena de telefonía cuyos ruidos distraen a los lémures.
Durante las últimas semanas en la agencia, pensé que el proceso iba a ser mucho más sencillo: renunciar, cerrar, despedirme, salir, listo. Creía que la parte más difícil sería eso. Pero lo complicado vino después. Pasa que uno no está a la merced de fuerzas físicas y ya. Vaya, está el tiempo, que sí es una fuerza física: es a veces una cuenca estéril, pero puede inundarse: es posible tener tiempo anegándose, sin saber qué hacer con tanto. Pero otras cosas funcionan distinto. La atención, por ejemplo, no despierta de pronto, sola, por causa de las estaciones de la vida. Es un ritual, un cortejo, una intención: es un mecanismo de supervivencia, y como tal, puede fallar.
Para demoler el armatoste de hormigón de mi cabeza, necesito mis elementos salvajes: mi atención, mi hambre. Pero encontré esas primeras semanas mis rituales rotos, mis camuflajes imitando colores que no me existen en estado natural. Cuando quise ensayar textos nuevos, que hablaran de liberación y cambios de ciclo y nuevos comienzos, me encontré pensando todavía en call to actions, brand awarenesses y otros plásticos.
Como no podía leer, empecé a intercalar la lectura (sus intentos) con otra actividad: revisar cosas de mi pasado. Un trabajo que sería científico, si yo fuera otra clase de animal; por lo pronto puedo decir que ha sido microscópico. Revisé textos, posteos, fotos de mi más vergonzosa juventud, cuentos que no fueron, correos que envié (o no), conversaciones. El oteo de esa cueva pretérita tenía una intención arqueológica: hallar en mi pasado algo que me permitiera darle un nuevo sentido a este presente, que se me revelaba (¿se me rebelaba?) sólo como un animal sangrando en medio de un bosque oscuro. No encontré respuestas, claro. Encontré, en todo caso, una pregunta.
¿Qué es lo que realmente se fue construyendo en mí durante tres años en la agencia? Esos growing pains que a mí me parecieron sólo pains no son un tabique aislado; es más: esos tres años en la agencia fueron nada más que otro piso de un complejo mucho más grande, que he construido yo (depredador y cazador y mercante de marfil de esta historia) durante muchos más años.
La parte visible del edificio es el hastío: los falsos muros de palabras en inglés, de estrategias de marketing, la cuenca seca de tiempo. Pero hay mucho más atrás de eso: una red de eventos, aprendizajes residuales, supervivencias que formaron un andamiaje que me resulta ahora ominoso, violento.
Podría decirse que el hormigón empezó a llegar a mi selva virgen desde la niñez. Desde la escuela. Sí, me encantaba leer, curiosear, meterme en mi cabeza, que por aquel entonces era un oasis pequeñito apenas, para estar lejos del mundo de carne; pero odiaba el resto: odiaba los exámenes y los honores a la bandera y las calificaciones. Le preguntaba a mi mamá por qué tenía que ir a la escuela, y ella me contestaba con carretadas de cemento: para ser alguien en la vida, Rodri; ¿y qué significa eso? Tener un buen trabajo, ganar mucho dinero. Mi edificio cerebral empezó a construirse de niño, porque mis papás estaban aterrados de las junglas salvajes. Lo entiendo: la niñez de ambos fue precaria, siempre a merced de todas las bestias.
Ese fue el material, pero la mano de obra pesada llegó de la escuela: 500 hombrecitos por generación, que imponían el futbol como única ley. Mi lémur interno tembló de frío y miedo durante doce años de educación marista. Pero era bueno para seguir reglas, para sobrevivir, para tener calificaciones que le dieran paz a mis padres: su edificio iba por buen camino, a pesar del profesor que arroja gises cuando alguien no sabe una respuesta, a pesar del constante acoso a los que no saben patear la pelota y a los que no usan camisa azul.
Mi selva era musical: dije lémur, pero quizá mi cabeza siempre fue más una parvada de loros que hablaban y cantaban sin parar. Siempre tuve voces en mi cabeza, y las voces cantaban: tocaba la guitarra, quería ser músico. O escritor. O las dos cosas. Ay hijo, es que te vas a morir de hambre. No digo que no tuvieran razón; sólo digo que el hambre tiene muchas formas. El miedo ya tenía cimientos hondos. Imposible dejar que la jungla y sus cantos crezcan libres, porque sabe dios qué día viene una empresa de renombre a querer hacer de nuestro bosque un highway. Leer lo puedes hacer en tus ratos libres, y cantar, bueno, eso no se acaba nunca. ¿Qué tal si estudias administración, una carrera de verdad? Ser alguien en la vida: picar piedra. Usar el traje con el que me veo peor de lo que me siento. Aprender el oficio. ¿Cuál oficio? El oficio de la competencia, naturalmente. Cómo crecer en la empresa, capítulo 1: no falles nunca. No ignores nada. No empieces: llega ya empezado desde el primer día. No preguntes. No aprendas: ejecuta. Produce. El que trabaja de verdad, produce. Pero yo escribo, yo investigo cosas: no hago cajas, no hago botellas como mi papá. Haz lo que quieras hijo: a mí no me importa cuánto saques siempre que seas el primer lugar. Hay que bajar todos los balones, meter el gol, con la mano de dios, haiga sido como haiga sido. Aprender a competir: el hombre de verdad no se conforma. El hombre de verdad no duda: el hombre de verdad gana, y hay una diferencia entre ambas cosas, ¿sabes? La diferencia se llama Éxito. Si no eres perfecto, no eres nada: bastó esta frase en un grito para que la voz de papá se me volviera trauma. El edificio ya tiene dos o tres pisos sólidamente construidos: llevo cinco años en el mercado laboral y ya aprendí a jugar el juego. Soy one of the guys. Una ex jefa me lo dice: acostúmbrate a que no te quieran, porque eso es lo que pasa cuando eres jefe. ¿Qué hay de guiar, de enseñar, de hacer crecer a otros? No, darling: sólo vales tanto como valga tu firma. Tu firma es tan grande como la cantidad de likes que puedas traer a la mesa. Y más vale que aprendas a ser un poquito mañoso, querido, porque allá afuera está lleno de lobos que se han construido torres a prueba de las venganzas de todos los cerditos del mundo. Hazte el cuero duro. Igual ya no puedes cantar, ya no recuerdas canciones, intentas cantar y tu voz es un grito un alarido, te cuesta recomendar un libro que hayas disfrutado últimamente: no sólo porque “últimamente” es un espacio soterrado, sino porque en el edificio no hay un piso para “disfrutar”. Mira, por ejemplo, a Federico. El Procurador le grita todo el tiempo, y él aquí sigue, incólume ¿Incólume? ¿Qué palabra complicada es esa? Habla español: di mejor invencible. Sé invencible, como Federico, que volvió a la oficina tres horas después de su segundo paro cardíaco en un año, porque el Procurador necesitaba que alguien tuiteara por él.
¿Emergencia médica? Por favor: son growing pains.
¿La competencia voraz, la violencia de las interacciones entre los poderosos, la medidera de chiles, la meritocracia a las órdenes de la política interna, las versiones donde siempre está todo bien, las metas y los KPIs, los ataques de ansiedad a la mitad de la noche porque mandaste el mail incorrecto después de 16 horas de trabajo sin descanso, los tiempos apretados para satisfacer el ego de un directivo que vive a tres países de distancia, los fines de semana en los que no puedes ni descansar ni dejar de pensar en lo cansado que estás, las vacaciones imposibles, las palmaditas en la espalda de personajes despreciables que se hacen llamar los directores más caros del mundo?
Growing pains, chaparrito: growing pains.
Y es mejor que lo entiendas: quieres ser alguien en la vida, ¿no?
Mira esas torres. Míralas en documentales y en TED Talks: mira esos monumentos brutalistas que lograron por fin oscurecer el incómodo paisaje que colma las salvajes mentes.
Y mira tu edificio, cómo va pareciéndose a esos. Por fin: te estás volviendo un hombre. Te estás volviendo un hombre de verdad.
No se malentienda: pasé tres años auténticamente felices en la agencia. Nunca hice ahí algo de lo que me arrepienta: trabajé con gente increíble, con clientes increíbles, con una jefa que de algún modo abrió la puerta a esto que lees arriba, que ha sido mentora y amiga. La culpa no es de la agencia, ni de su gente: la culpa no es de nadie, sino mía. De los fierros que me habitan. Eso es lo que quiero decir, no sé si con mucho tino (iba a escribir: si con demasiado éxito, pero esa palabra…) Una vez más: se trata todavía de un andamiaje.
Quiero decir que sigo sentado en silencio, tratando de entender qué es esto por lo que estoy pasando.
En las semanas que llevo sin trabajar ahí, más que construir este proyecto de escritor que quiero, en el fondo, desde los 18 años, lo más que he podido hacer es escribir esto. Contemplar este edificio sólido que ocupa en mi cabeza el espacio de una jungla espesa y ruidosa. Contemplar la idea de desmontarlo. Pensar que no sé realmente cómo.
Hoy me considero el hombre más afortunado del mundo. A lo largo de mi vida me he dado el lujo de construir un edificio como este y también de cuestionar el sentido de su propia existencia. Estoy entre los más privilegiados de los privilegiados. Y después de muchas tardes sin poder leer, de muchas exploraciones microscópicas, después de cuestionar cuál es la relevancia de esto que “me aqueja” (soy un hombre: un hombre blanco heterosexual cisgénero de entre 30 y 50 años: ¿quién soy yo para hablar realmente de dolores y conflictos?), pienso que lo que me toca desde este lugar es esto: deconstruir ese edificio, y contar la historia de ese proceso.
Eso implicará escribir, porque es lo que sé hacer, quizá lo único selvático y por lo tanto auténtico que me queda. Pero sobre todo implicará ver el edificio que yo he ayudado a construir durante años, reconocer mi papel en ello, atreverme a destruirlo: para que otras formas de ser y de hacer puedan habitar en las junglas que somos todes.
Este texto es apenas un ensayo: es casi una confesión, una expiación.
Antes de terminar esto que pretende ser un texto, recuerdo una frase de Cómo crear una mente, un libro de Ray Kurzweil sobre inteligencia artificial, que leí hace mucho pero que apareció ahora: “el problema nunca es cómo meterle pensamientos nuevos a un cerebro, sino cómo sacarle los pensamientos viejos”. Kurzweil me parece un tipo horrible: mamón, aburrido y sumamente exitoso en el mundo de los edificios mentales.
De hecho, ni siquiera sé por qué cité el libro que acabo de citar. Lo cité por el título, que me ha resonado durante estas semanas. Y también porque ahí aparece esta cita de Diane Ackerman: “Imaginemos al cerebro, ese brillante montículo de existencia, ese parlamento de células gris rata, esa fábrica de sueños, ese pequeño tirano dentro de una esfera de hueso, ese corrillo de neuronas decidiéndolo todo, ese pequeño todas-partes, ese voluble placeródromo, ese arrugado repertorio de identidades amontonado dentro del cráneo como se amontonan las prendas dentro de la bolsa del gimnasio”.
Esa es la mejor parte del libro. En lo personal, siento que Ackerman dijo en apenas un párrafo lo que yo quisiera decir de este momento de mi vida.
No sé realmente qué es lo que quiero decir.
Pero supongo que lo elegante es resumirlo todo en tres frases: renuncié a mi trabajo en la agencia. Quiero ser escritor. A pesar de lo que pueda esperarse de alguien como yo, no tengo idea de cómo hacer lo que sigue en este camino.