Brazos

Ruy Feben
10 min readJun 29, 2021

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Cartas de Tarot del Fuego, de Ricardo Cavolo.

El texto que estás a punto de leer es el primero que me ha dado miedo escribir en mi vida. Todo lo que en él ocurre son recuerdos reales; no me atrevo a decir que es la realidad como fue, pero sí que su textura es verdadera.

Es también el primer texto que me atrevo a escribir en meses. Llevo cerca de un año tratando de entender mi escritura de un modo distinto. Por casi 20 años he tratado de perfeccionar lo que escribo, pero no siempre de perfeccionar a la cosa que escribe, este autómata que francamente desconozco, que se ha cincelado igual que yo y que tiene mi nombre.

Decía Víctor Hugo que cuando un niño destruye un juguete es porque está buscándole el alma. En estos meses sin escribir he pensado mucho en esa frase y en el autómata que escribe.

Este texto, el que estás a punto de leer, es un asomo a ambas cosas.

Es lo más personal (léase: doloroso, ominoso, acaso genuinamente bello) que he escrito en mi vida. De pensar que estás a punto de leerlo, siento pánico, siento liberación profunda, siento tristeza. Siento vértigo. Gracias por leer.

Recuerdo el desamparo y la soledad, el gentío y el ruido: los niños persiguen pelotas sobre el pasto; el pasto, su verdor radiactivo, moteado por las huesudas sombras de los árboles; los árboles cobijan manteles desordenados, personajes con rostros múltiples y extremidades animales y ojos tintineantes, toppers rellenos de comida fría, a la merced del polvo que levantan al correr los niños.

Recuerdo morder un sándwich con más mayonesa que jamón, envuelto en una servilleta ya mojada. No era yo entonces este hombre de barba entrecana, de brazos y piernas peludas, calvo: en aquellos años soy un renacuajo de lentes empañados por el calor, de playera enorme, manchada de coca por culpa de un vaso que no puedo sostener. Soy el hijo de una mujer que juega al frisbee, que se esmera en cachar el frisbee y arrojarlo, que corre y salta y suda: que se desespera al ver mi tedio.

— Rodri, ya levántate de ahí y ven a jugar con tus primos, ándale.

Ir a esos picnics con la hermana de mi mamá y su familia supone para mí un esfuerzo gelatinoso, un chapuzón a un caos insoportable. Para mis hermanos no es tan malo: incluso son capaces de soportar las noches de asfixia que vienen después del día de campo. Todavía no sabemos que todos somos alérgicos al pasto, que nos cierra la garganta durante días. Creo que les gusta ver a mi mamá contenta. Para ella, los días de campo son los únicos momentos de paz.

Los meses desde que mi papá se fue de la casa han sido cavernosos. Las mañanas a merced de los compañeros de la escuela católica, entre los cuales burlarse de los “niños sin papá” es parte de la dieta cotidiana; de compañeras del trabajo que ven con malos ojos a Lulú, la pobre de Lulú, que no supo mantener a un hombre ni con cuatro hijos a cuestas. Las tardes son neblinas: la casa todavía se siente nueva aunque sea viejísima; es demasiado grande y fría, los pisos rechinan y los pasillos nunca tienen suficiente luz; nosotros cuatro pasamos las últimas horas de cada día hurgándole fantasmas a cada clóset sucio; mi mamá las pasa encerrada en su cuarto, llorando.

Entiendo que para mis hermanos los ataques de asma no importen tanto. Ellos son chicos todavía: a los cinco años no conoces el origen del asma que no te deja dormir un sábado, ni tampoco de la constante inundación en los ojos de mamá, aun cuando debajo de ellos esté una sonrisa con la que te invita a jugar con tus primos. Pero yo tengo nueve años: en ese momento ya soy capaz de sentir cosas, punzantes, metálicas, que ahora ya olvidé.

— Hace mucho sol, ma. No quiero.

Mi mamá tuerce los ojos y vuelve al pasto, negando con la cabeza. La recuerdo vestida así: con unos jeans jaspeados, unos tenis Panam, una playera como de futbol, con números en la espalda, pero ese recuerdo es imposible. Mi mamá se vestía así antes de casarse, en las fotos; se ponía esas prendas a finales de los setenta para salir con mi papá, para ir al cine con mi papá, para imaginar una vida feliz junto a mi papá. En realidad no recuerdo cómo se vestía mi mamá en mi infancia. Después del divorcio, siempre llevaba el uniforme que hacían utilizar a todas las maestras del Instituto Irlandés, de donde los legionarios de Cristo casi la corrieron al saber que se había divorciado: no está bien tener maestras que viven en pecado.

Creo recordar que ese día ella juega dos cosas: lanza el frisbee y patea la pelota, uno a Luis y otra a Juan; a veces tiene que hacer ambas cosas a la vez y no puede. Hace malabares para intentarlo, se para en un pie, cae en el pasto, suelta una carcajada, le lanza la pelota a Alfonso y el frisbee a quién sabe cuál de las sombras que caminan, corren, reptan por la multitud detrás de ella, y se vuelve a reír: echada en el pasto, mi mamá es auténticamente feliz. Mis hermanos se le echan encima, ya con la respiración rara. Las risas tropiezan con toses corrosivas: la falta de aire empieza a volverse falta de paciencia. Pero acaban volviendo al juego, sonriendo medio de mala gana, con los pechos ya batracios.

Recuerdo que mis primos y mi tío Paco se esfuerzan mucho para mantener el juego vivo, a su modo. Mis primos son bastante más grandes que yo, y mi niñez básicamente ha sido recibir sus chingas por cualquier motivo. Todos los apodos que tengo se los debo a ellos, y ninguno es decoroso. Ese día, los usan todos para llamarme a jugar, aderezados con insultos genéricos que incomodan a la familia plantada en su mantel junto a nosotros.

— Ándale pinche Purrún, no seas joto, cabrón. Vente a jugar, wey.

Me avientan la pelota en la cabeza: es la manera en la que entre hombrecitos nos damos consuelo; mis lentes vuelan. La devuelvo sin tino y con coraje, y les grito alguna palabrota que mi mamá tunde a lo lejos. No me paro a jugar, por supuesto. Además de que no pienso realizar ninguna acción para la que se requiera al tal “Purrún”, la garganta ya me empieza a picar; pero mi renuencia a jugar no es, en realidad, por ninguna de las dos cosas.

Treinta años no me han servido para saber en realidad qué era. Acaso tiene que ver con que no me gustaba salir: cada vez que iba a un parque o a un centro comercial, recordaba que mi papá siempre me dejaba plantado cuando prometía llevarme al cine. Acaso me sentía inseguro en medio de tanta gente, de tantos niños que jugaban como jugaban mis compañeros de la primaria, acaso esperaba ver entre las pelotas volando otra vez los flamígeros dedos señalándome como niño sin papá, como hombrecito mutilado. Quizá era que me sentía sucio, con la playerota manchada de coca, y me daba vergüenza que me vieran así.

Recuerdo buscar mis lentes a tientas, palpando la mancha de colores sin bordes que es el mundo sin ellos puestos. Recuerdo encontrarlos: frotarlos con la playera pringosa para quitarles el polvo. Recuerdo ponérmelos: el mundo otra vez ahí, sólo que esta vez rayado de opacos rastros de azúcar.

Tras la búsqueda, la respiración comienza a pesar. Quedarme quieto ayuda. Trato de distinguir algo tras las lentes opacas, para distraerme. Veo con cierta nitidez a mi mamá saltar, a mis hermanos correr con los pechos encendidos, a mis primos cagarse de risa a costa de quién sabe quién. Más allá, distingo un grupo de niñas dándole vueltas a un hula-hula, a un perrito lanudo correteando a un niño gordo, a un señor echado al sol sin camiseta. Todavía más allá, donde los árboles ceden al rayo del sol, más gente corriendo, más pelotas volando. Y en medio de todo eso, una silueta de pie junto a un árbol, que parece observarme.

— Vente, mijo. Luego te vas a arrepentir de no jugar con tus primos. ¿O prefieres hacer tarea?

Mi tía Tere lo hace de buena fe, pero no le contesto. Me quito los lentes de nuevo, los limpio con baba, los seco, y busco esa silueta lejana que me ve. No la veo verme, pero sé que me ve. Sigue parado en el mismo sitio. Recuerdo la playera, blanca cruzada de rayas acaso grises, una polo con el cuello demasiado abierto, los pantalones color arena seca. Recuerdo los ojos, de mirada terca. No se mueve. No sigue con la mirada a nadie. Sólo me mira a mí. O eso creo: tengo nueve años y una miopía ya adolescente.

Doy un trago a la coca. Creo. O quizá no: quizá como un dulce. Me enojo con mi madre por tercera o cuarta vez en el día: si me hubiese dejado llevar el GameBoy, no estaría tan aburrido. Busco en su bolsa un cómic, un yoyo, pero no hay nada. Lo único que tengo para escapar del hastío es ese sol que cuece a lo que me queda de familia. Saltan, corren, ríen: hacen lo que hacen los vivos, hacen cosas que yo no tengo ganas de hacer desde hace ya varios meses.

Me echo para tratar de dormir, pero la respiración empieza a solidificar: ya es tos plastificada. Me revuelco sobre el mantel, trato de acomodarme a ojos cerrados. Imposible. Abro los ojos, que se lazan de inmediato con la mirada terca del hombre de allá. Ya no está tan lejos. Ya el abdomen se ve amplio, ya los pantalones son claramente sucios, ya la barba es claramente gris, a unos pasos de ser blanca. Me mira, esta vez no como a quien mira casualmente a alguien, no como alguien que reconoce un rostro perdido en la memoria, sino como otra cosa, como otra cosa que parece más bien un animal: como roca que esconde a un pulpo.

— ¿Por qué Rod no tiene que jugar?

Mis hermanos ya lloran: el pasto que vuela los ahoga. Reclaman una injusticia válida: mi madre me mira, vacía de pretextos. Recuerdo que la miro y comprendo: ella sabe que estoy harto, comprende mi hartazgo, mi soledad y mi angustia, pero hay una curva en su boca. Es una curva que significa: malabaréalos. Necesito que tú también hagas con eso figuras en el aire.

Me levanto del mantel. Mis primos festejan; cuelan algún apodo ojete. Me lanzan la pelota, que me golpea en la cabeza exactamente como me golpean las de la escuela. Toso al caminar con ella hasta el punto que me toca en el pasto: bajo una de las millones de serpientes coléricas que bajan del sol. Toso otra vez y aviento la pelota tan lejos como puedo, que no es mucho. Me recargo sobre mis rodillas, y alcanzo a ver a mi mamá en el mantel, justo donde yo estaba, limpiándole la cara a uno de mis hermanos, dándole agua a otro: descansando.

Bajo la mirada y veo mi sombra sobre el pasto: un puercoespín metiéndose en las entrañas de las serpientes de sol, haciéndolas trizas desde dentro. Mi sombra sobre el pasto, mi abismo portátil. Jadeo. Es la primera vez que recuerdo en mi vida algo similar al cansancio. Pero también similar a la tristeza. Y también al desamparo. En todo caso: es algo que no deja respirar.

Alzo la cabeza y los brazos ya están ahí. Recuerdo la tenaza firme sobre mi pecho, los pelos abundantes y blancos, apenas salpicados de alguna negrura. La mandíbula barbada recargada sobre mi espalda, la respiración abundante y pausada.

Creo recordar un murmullo, pero no estoy seguro.

Aun cuando mi familia no me ha visto, aun cuando me han hablado toda mi vida de los robachicos de los parques, aun cuando lo importante es la pelota extraviada y mis hermanos que lloran, aun cuando nadie me ha visto sumergido en ese abrazo extraño, no siento miedo.

Recuerdo la curiosidad. Recuerdo el olor: a hombre terroso, a ceniza masculina: recuerdo que su olor me recuerda al de mi papá. Recuerdo la intensidad con la que me presiona, más curvilínea que metálica. En ese abrazo me siento esférico. ¿Es esa la palabra? No lo sé, pero tengo otras opciones: mullido, acuático, canino.

No recuerdo ahora una palabra precisa.

Pero sí recuerdo las palabras exactas de mi tío Paco cuando se acerca, a paso veloz pero sin correr, como negociador de rehenes de las películas:

— ¿Puedo ayudarlo?

Recuerdo la sequedad de sus labios, los hilos de baba elástica enrejando la boca de mi tío. Mis primos corriendo, siguiéndolo adolescentes sin frenos. Recuerdo a mi madre rígida, arrojándome una mirada lejana, a punto del desmayo. Recuerdo a mis hermanos hechos un muégano de miedo. Recuerdo ver mis tenis: los estoy estrenando apenas; mi papá me los regaló la última vez que lo vi, hace quién sabe cuántas semanas.

Recuerdo pensar: ¿cómo podemos ayudar a una persona que abraza, tío? ¿Qué otra cosa existe para ayudar a alguien que se siente solo?

El hombre me suelta con docilidad. Mi tío me toma de la mano y volvemos a nuestro árbol. Tardamos un rato en atrevernos a salir de la sombra. Mis tíos se congratulan de haberlo visto todo a tiempo, mis primos se pedorrean, mis hermanos se ahogan, mi mamá llora:

— ¿Y si te hubieran robado? ¿Qué le hubiera yo dicho a tu papá si te hubieran robado?

Recuerdo no tener una respuesta. Recuerdo buscarla genuinamente, sin poder encontrarla.

Pasaron muchos años, muchísimos. Contamos esta historia primero con terror, luego con moraleja, después incluso con cierto humor. Al hombre empezamos a llamarlo “el vago”, pero en realidad no sé por qué lo llamamos así. Lo único que recordamos de él, al menos lo único que yo recuerdo, es su barba entrecana, sus brazos peludos, su calvicie. Si tenía otra suciedad, mi memoria la ha borrado.

Llevo 30 años contando esta historia; hoy tengo 39, la edad de mis padres al divorciarse. Apenas la última vez que la conté, al llegar al final, encontré respuesta a la pregunta que atormentó a mi mamá ese día: “si mi papá pregunta, no le digas que me robaron: dile que me abrazaron hasta que desaparecí, igual que él”.

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Ruy Feben

Escribo, pero quiero ser panadero. Mis libros: "Malebolge", "minotauro" y "Vórtices viles".